miércoles, 22 de octubre de 2008

Mercado cerrado (por refacciones)

Por Diego Bogarín.

Establecer prioridades es algo que el Mercado no supo o no quiso hacer durante los últimos 25 años. La crisis en los sistemas financieros originada a partir de la explosión de la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos –cuna del modelo neoliberal- significó mucho más que el cataclismo del modelo capitalista, pero no su fin en sí.

A través de cinco siglos de historia, la libre circulación de capital supo aggiornarse y sobrevivir a embestidas de todos los flancos, en especial los de la izquierda. La concepción del Estado como entidad opresora aprovechada por grupos concentrados para manipular masas populares, no se aleja tanto de la cotidianeidad, pero su chatura hace agua por varios costados a la vez. La misma teoría gramsciana de la conducción hegemónica plantea que entre dominados y dominantes hay un proceso de construcción de relaciones de poder del que burgueses y proletarios contribuyen casi en igual medida.

La eliminación de todo aparato superior, abstracto y connivente es el fin que persigue la corriente marxista, lo que daría lugar a la dictadura del proletariado. En este punto, esa teoría casi roza la concepción liberal que pretende una economía plena sin intervención, lo que daría lugar a una dictadura de mercado. Sin embargo, mientras el país reconocido como el nuevo imperio americano ejercía ese nivel de ausencia estatal, el crack de las Bolsas demostró que sus concepciones estaban algo erradas. Podría decirse en varios billones de dólares.

Sin embargo, la economía real estadounidense todavía no se vio resentida por la psicosis social que atravesó la Argentina tras la fisura de su modelo en diciembre de 2001. Quizás porque en el norte está la maquinita que imprime los verdes y, acá, apenas la imprenta del Lecop y el Patacón. Así la Economía expone su costado más influenciable por lo humano y cultural.

Para gurúes economistas provenientes de sectores ideológicos neoliberales como Kenneth Rogoff, ex director del FMI, o David Rosenberg, economista del banco de inversiones Merryll Lynch, y para medios de la talla de Fortune o Financial Times, el fin del capitalismo puede llegar si las entidades monetarias no toman las decisiones correctas. El presidente norteamericano interpretó esas invitaciones en primera persona y aplicó salvatajes estatales a entidades bancarias con varios –muchos- ceros para estabilizar los espacios bursátiles del mundo.

De manera evidente, desoyó la propuesta de la mano invisible de Adam Smith. Es curioso, George Bush pidió luego a las economías emergentes que contribuyan con la resolución del crash. A esas mismas naciones que pretendía imponer las recetas cambiarias favorables al libre mercado. Un claro reconocimiento de la dependencia simbiótica y recíproca entre productores y compradores generado a la sombra de la globalización mercantil y de que el Estado no debe estar ausente al momento de ordenar las prioridades que conduzcan al bien común.

La desproporcionada distribución de la riqueza mundial y el aumento de la brecha entre millonarios y desposeídos, evidencia que las potencias económicas que dirigían los recursos del mundo mientras acumulaban cada vez más, equivocaron el rumbo. No es algo nuevo, pero es algo que hay que repetir hasta el cansancio si es que hace falta. El mercado que trató de construirse un papel de ordenador eficiente, sólido y conveniente a costa de la desaparición estatal, fracasó.

Los Estados nacionales deben asumir esas zozobras para marcar los límites del mercado y ser quienes regulen el interés público. No por ser la última opción, sino por ser la opción necesaria. La intervención en espacios clave como salud, educación, seguridad, administración de recursos naturales y cuantas áreas sean de beneficio social, no pueden continuar al libre albedrío de capitales sin patria. La presencia gendarme del Estado en esos conceptos no debe ser pasajera. A menos que encuentren divertido jugar a la ruleta rusa.

viernes, 3 de octubre de 2008

Construyendo un nuevo Estado...

Por Diego Bogarín.

El Estado moderno, tal como está concebido hoy, es una construcción histórica. Puede ser entendido como un aparato opresor, como postulan las corrientes marxistas, o como una institución que sólo debe garantizar la propiedad privada, como especula el liberalismo ideológico. El Estado es, entonces, la justificación teórica de la conducción hegemónica que ejercen unos grupos sociales sobre otros.


Las definiciones convencionales que lo definen como “una Nación jurídicamente organizada”, parten de los supuestos hegelianos y rousseaunianos que proponían la existencia de pueblos dotados de identidades culturales comunes que justificaban con ellas su intervención y sus acciones. Sin embargo, la capacidad de abstraernos de esa idea es esencial para comprender el proceso de consolidación de las instituciones estatales contemporáneas.


Hacia el Siglo XVI, las clases sociales que veían afectadas su posición o posesiones ante el absolutismo monárquico característico de la Edad Media, principalmente la de los comerciantes y la nobleza, comenzaron a proponer nuevas formas de administración de los recursos. La autoridad heredada o la divina ya no eran convenientes para ellos. En paralelo, la Iglesia -institución legitimadora hasta entonces- iba perdiendo prestigio por el derrumbe de las concepciones teocráticas y el advenimiento del espíritu capitalista, base del protestantismo (Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo; 1905).


Las ideas Ilustradas de los siglos inmediatos concretaron la internalización en el inconsciente colectivo del concepto de una entidad superior capaz de otorgar derechos y beneficios, pero también castigos y sanciones (Thomas Hobbes, Leviatán; 1651). La paradoja de la privatización de lo público fue consolidándose a partir de accesos cada vez más restringidos para la gran mayoría a los espacios decisores y así, esa lucha ganada por los que se consideraban “pueblo” en 1776 en Estados Unidos y en 1789 en Francia, por ejemplo, fue advirtiéndose como un logro de la burguesía para la burguesía.

La explicación histórica, materialista y dialéctica surgida poco más de medio siglo después a partir de los trabajos de Karl Marx y Friedrich Engels, trató de graficar ese concepto de construcción y apropiación del concepto de “Estado” por parte de las clases propietarias de las fuerzas de producción, pero descuidaron que la maquinaria ideológica que fue estructurándose a través de varios siglos, tenía estrategias de alienación ejercidas sobre los sometidos de manera más profunda de lo que podían imaginar (Gilda Waldman Mitnik, Melancolía y Utopía; 1989). Además, tampoco tuvieron en cuenta que, si bien la “estructura” condiciona la “superestructura” al plantearle limitaciones temporales y sociales, también ella en simultáneo es constructora e iniciadora de estructuras que sirven de base para nuevas formas de reinterpretación de la realidad, premisa básica del pensamiento hegeliano.


A la luz de este razonamiento y sin salir del continente, es claro que el proceso de independencias americanas promovido por Inglaterra y sus aliados hacia principios del Siglo XIX buscaba acentuar e incrementar los mercados donde ubicar la materia prima excedente de su revolución industrial capitalista (Raúl Scalabrini Ortiz, Política británica en el Río de la Plata; 1936), por lo que tampoco aquí el panorama ubica el surgimiento de los nacionalismos como un proceso consciente y reflexionado por parte de los habitantes de esa gran América que hace doscientos años comenzaba a fracturarse.


Los últimos dos siglos, Argentina fue testigo de proyectos nacionalistas sostenidos por burgueses chovinistas que decían responder a la patria que los cobijaba, pero escondían acuerdos con sectores similares de otras partes del mundo. Militares y políticos no escapan a esa misma realidad: Cornelio Saavedra, Juan Manuel de Rosas, Bartolomé Mitre, Julio A. Roca, Hipólito Yrigoyen, Domingo Perón. Sus discípulos no podían ser menos que ellos. América padeció en simultáneo los mismos síntomas, por lo que podría también hablarse de la misma enfermedad. Francisco Solano López y Alfredo Stroessner en Paraguay, Getulio Vargas y Paulo Maluf en Brasil, Antonio López de Santa Anna y Manuel Ávila Camacho en México, algunos nombres que podrían ser considerados puntas de ovillo dentro del intento por reivindicar una identidad de patrias chicas.


No es sencillo descubrirse ante momentos históricos, pero la primera década del Siglo XXI está proponiendo espacios privilegiados en la construcción y resolución de nuevos conflictos. Los polos amerindios y las corrientes americanistas apremian rigurosas reflexiones intelectuales, discursivas y de praxis para contribuir en la consolidación de nuevos significados. Pensamientos del brasileño Paulo Freire, del boliviano Luis Beltrán y del venezolano Antonio Pasquali, son ejemplos teórico-prácticos de esos cambios culturales que antecedieron los cambios políticos que viven sus respectivas comunidades.

Las llegadas de Lula Da Silva a la presidencia de Brasil desde una plataforma sindicalista, de Evo Morales en Bolivia con acompañamiento de las masas indígenas y de Hugo Chávez en Venezuela con amplios márgenes de apoyo militar y civil, mutan conceptos tradicionales como “patria” y “bandera”. Van más allá inclusive, redefinen identidades al ejercer discursos con nuevas mismidades y otredades.

En este marco, las discusiones se deberían orientar a romper los conocimientos heredados, a tomar distancia de lo pasivo y a militar en pos de una revolución a conciencia que no se coma sus hijos sino sus padres, porque “Estado” no debería ya hacer referencia al “status quo” que se buscaba mantener en su significado original. Lo estatal no debería ser más la organización justificadora de conducciones hegemónicas.

Estas batallas por un nuevo Estado deben ser aprovechadas para crear un nuevo espacio donde no haya conducción, sino compromiso; donde no haya vanguardia, sino organizaciones; donde no haya mejores, sino igualdad. Quinientos años dice la historia oficial que tienen las civilizaciones en el continente, cinco mil demuestran los estudios. Cualquiera de las dos posturas demuestra que ya es tiempo de generar una propia conciencia y que podemos pelear por nosotros mismos.