jueves, 8 de enero de 2009

Transversalidad y oblicuidad de la hegemonía contemporánea misionera

Por Diego Bogarín.

Los trabajos de los grandes padres de las corrientes modernas de pensamiento como Thomas Hobbes, Adam Smith, Jean Jaques Rousseau, Friedrich Hegel, Pierre Proudhon, Carl Marx o Friedrich Nietzsche–sólo por juntar a algunos en una lista que apenas pretende enumerarlos, consciente de sus diferencias inconciliables- lograron nuevas concepciones de legitimidad de la autoridad. Asimismo, las reinterpretaciones y críticas de esos trabajos, a cargo de autores del siglo XX, permitieron nuevas herramientas teóricas para reelaborar las producciones de sentido acerca de los discursos contemporáneos que buscan insertar la legitimidad de las autoridades en las “elecciones” “populares” de gobierno.

Esas nuevas matrices de pensamiento se vieron beneficiadas por la efervescencia social que protagonizó la centuria pasada desde su inicio: revoluciones comunistas en Rusia, grandes guerras calientes y frías, inmigraciones internas e internacionales, accesos de las masas populares a espacios de decisión política y luchas por la reivindicación de sectores históricamente marginados. Corrientes feministas, de homosexuales, comunidades nativas, trabajadores y estudiantes comenzaron a encontrar nuevos espacios de apropiación de “lo público” –medios de comunicación, plazas, calles, edificios de gobierno- para marcar presencia y reconstruir las percepciones identitarias conformadas arbitrariamente por los discursos hegemónicos.

Enmarcada en las circunstancias mundiales, Argentina –que en ningún momento dejó de mirar más para afuera que para adentro- no pudo ser ajena a los debates que surgían desde el modernismo europeo y salpicaban con efecto centrífugo los ideales de democracia y libertad a costa de cualquier precio. Los partidos políticos buscaron conformar ese espacio de debate público y se autoproclamaron el ágora griego en el que las ideas pretendían cambiar la realidad. Por citar una odiosa comparación, lo que fue el radicalismo de Leandro Alem para las oligarquías de la generación del ’80 -y sucesoras-, fue el justicialismo de Domingo Perón para las burguesías nacionales a partir del ’45.

Sin embargo, la volatilización de las instituciones rígidas a partir de la consolidación del discurso de libre mercado en el mundo –más fenómenos históricos que permitieron cambiar las lentes de los que peleaban por acceder a los espacios de poder- llevó a que “todo lo sólido se desvanezca en el aire”, por parafrasear a Marx citado por Marshall Berman. Zygmunt Bauman propone ir más a fondo: se convive en una “modernidad líquida”, en la que los conceptos más contundentes se escurren entre las manos. La familia, el trabajo, las creencias, toman otro sentido. Mejor: los agentes productores de sentido social comienzan a otorgar un nuevo valor a los bienes culturales instituidos y a los saberes heredados.

La instalación del nuevo orden social que permitía el libre juego de las fuerzas del Mercado se consolidó en el mundo a partir de las ideas impulsadas por el Consenso de Washington en 1989 -desregulación financiera, libre comercio, privatizaciones, entre otras-. La injerencia de los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio y el Fondo Monetario Internacional en las políticas internas argentinas era indisimulable. Pero tampoco había interés en que pase desapercibida; por el contrario, de manera obscena se perpetraron “relaciones carnales” –palabras usadas por el canciller menemista Guido di Tella- en las que el gobierno nacional tomaba el rol pasivo hacia afuera, pero activo hacia adentro.

Numerosas y sucesivas normas avaladas por un mismo estilo discursivo fueron conformando el aparato ideológico que se encargó de destruir los endebles cimientos económicos y sociales del Estado argentino que habían sobrevivido a la ofensiva liberal iniciada con la dictadura de 1976 y que fueron desarrollándose sin solución de continuidad hasta el estallido que desarmó al gobierno de la Alianza en medio de una convulsa social. Misiones no pareció desconocer esa dictadura de Mercado: el entonces gobernador Ramón Puerta reconoció en una entrevista otorgada recientemente que el ortodoxo Domingo Cavallo -mientras era ministro de economía de las gestiones menemistas- lo había reconocido como un alumno ejemplar, secundado en orden de mérito por el entonces mandatario santacruceño Néstor Kirchner. “Privatista” fue la palabra elegida por el ex mandatario misionero para definir ese tipo de políticas.

Es preferible ir más allá. La sociedad es el resultado dialéctico de la lucha de clases, lo reconocen los sectores liberales y conservadores. Lo define mejor John William Cooke en La lucha por la liberación nacional augurando que el peronismo “constituyó una revolución auténtica tanto en lo político como en lo económico y social” porque impulsaba “el gobierno de las masas populares”. En algún punto esa visión se perdió; si no, no se explicaría que el mandatario apostoleño que ejerció la titularidad del Poder Ejecutivo en Misiones durante el decenio noventista siga estimando que “hay que fomentar el fortalecimiento del sector privado porque es el que genera riquezas”. Anotación al margen: la contradicción del sistema capitalista radica en que la producción de los bienes es social -es decir, está a cargo de todos- mientras que la apropiación de las riquezas es particular -es decir, a cargo de unos pocos-.

De manera paralela a su práctica peronista heterodoxa, Puerta no deja de criticar la transversalidad partidaria que llevó al actual presidente del Partido Justicialista a consolidar su discurso de “libre asociación suprapartidaria” tras nebulosos objetivos, sistema neo-partidario que adoptó también el Frente Renovador misionero para romper los moldes justicialistas y radicales de Carlos Rovira y Maurice Closs y que los llevó al enroque electoral que derivó en la presidencia de Cámara de Diputados del primero y en la gobernación en curso del segundo. Nuevas concepciones de hacer política.

Diría Alem en el testamento político que precedió a su inmortalidad: “Que se doble pero no se rompa”. Closs lo reacomodó: “Que no se doble ni se rompa”. Contemporáneo de culturas híbridas en las que cada persona en el resultado de su historicidad y es parte de una frontera ideológica ilusoria -muy por encima de preceptos instituidos por instituciones desfasadas en tiempo y forma-, sólo puso la firma a un nuevo discurso que –como estima Néstor García Canclini- ya no propone que el poder se ejerce de manera vertical de arriba hacia abajo, sino de una manera oblicua, con accesos desviados de sectores populares a espacios de poder y nuevas estrategias de un capitalismo de Estado que brinda espacio a capitales privados nacionales e internacionales -también impulsado por el contexto histórico mundial-.

La hegemonía no sólo impone: también convence, persuade y hasta premia. No es de dudar que la legitimidad otorgada por los comicios cuatrieniales es un punto a tener en cuenta, pero también es válido atender la definición de Pierre Bourdieu: la opinión pública no existe como tal ni como lo muestran los sondeos –elecciones, en este caso-, sino más bien como un encolumnamiento detrás de fuerzas que disputan espacios de poder a partir de varios factores: simpatía por algunos principios enumerados en campaña, empatía con la historia del “candidato”, compatibilidad de intereses defendidos.

Ni más allá ni más acá, la debilidad del sistema comienza a mostrar fisuras con las disputas contemporáneas para acceder o permanecer en los espacios de “representatividad”: Gilles Deleuze propone reinterpretar a Michel Foucault en Un diálogo sobre el poder: la indignidad de que hablen por uno mismo comienza a notarse cuando se comprende que las sapiencias sólo son legitimadas a partir de las prácticas que avasallan otros saberes. En una sociedad de control, cuando la empresa –concepto abstracto- reemplaza a la fábrica –espacio físico-, la disciplina se ejerce a partir de la exclusión de los espacios de visibilidad. El silencio no permite al subalterno hacerse visible, anula el diálogo y empaña la relación de poder.

Reconocer que se está ante un cambio de discurso y ante la instalación de la hegemonía de la transversalidad en Misiones y Argentina es clave para construir la contrahegemonía que permita un cambio en las percepciones sociales. La oposición no ha logrado construir ni acceder a espacios de debate porque sólo pretende generar cambios desde adentro del mismo sistema que critica, eso no es cambio y menos oposición: es reformismo. La postura gramsciana es clara cuando propone construir la contrahegemonía desde las bases para llegar a la conducción política, cultural y económica: se requiere generar y/o re-generar los bienes simbólicos culturales para que permitan un nuevo orden en el que los sectores sometidos accedan a los espacios negados por los intereses que detentan la conducción de los estados opresores de esas mismas clases que lo legitiman.

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